Sobre religión y otras historias vecinas - Humanistas Guatemala
Somos un grupo de personas no-creyentes que defiende la libertad de pensamiento, consciencia, expresión y religión, para la construcción de una sociedad libre e incluyente, en donde nadie sea perseguido por su raza, sexo, orientación sexual, identidad de género, creencias religiosas o su falta de ellas.
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Sobre religión y otras historias vecinas

Escrito por Raúl de la Horra y presentado originalmente el 17 de julio de 2014 durante el lanzamiento de la Asociación Guatemalteca de Humanistas Seculares.*

La Guatemala de la posguerra es una Guatemala marcada por multitud de fenómenos contradictorios y, además, perversos. Ya no hay más guerra, pero la violencia campea por doquier. Tenemos más democracia, pero la corrupción y la debilidad del Estado hacen que este país se haya vuelto casi ingobernable. Las diferencias sociales son cada vez mayores, aunque esto no lo vemos con claridad, pues ha habido una relativa expansión de las clases medias urbanas y rurales —producto, en parte, de las remesas y del avance del narcotráfico—, y ello ha creado la ilusión de que hay menos pauperización, cuando en realidad es lo contrario. La población aumenta, pero no hay recursos suficientes para satisfacer las necesidades de los nuevos ciudadanos. Todo esto junto, produce grados de inseguridad física y de incertidumbre psicológica nunca antes vistos. El tejido social se ha deteriorado progresivamente desde hace casi cincuenta años, y el sentido del vínculo, el sentido de la confianza y de la pertenencia a una familia, a un grupo, a la comunicad y al país, se ha ido evaporando.

Ante esta situación, ante la zozobra y la impotencia que ella provoca, las creencias religiosas, en particular las neo-pentecostales, cuya aparición en la década de los setenta obedeció originalmente a una estrategia contra-insurgente fomentada por los Estados Unidos para contrarrestar la influencia de la teología de la liberación, han funcionado como un apaga-fuegos y un bálsamo ideológico orientado a apaciguar las contradicciones sociales, constituyéndose así en una matriz de rehabilitación del tejido social, en una especie de pegamento cohesionante entre las personas, y en una fuente de identificación alrededor de valores que otorgan un sentido de pertenencia y de trascendencia a aquellos que perdieron los referentes tradicionales que los mantenían unidos. Si antiguamente la Iglesia Católica en sus diversas modalidades, conservadora o revolucionaria, sirvió de guía moral y de constructora del sentido de la existencia para las grandes masas de la población, hoy este papel lo está ejerciendo la nueva oleada de iglesias que han ocupado el campo ideológico, económico y político del país. La diferencia es que ya no plantean la transformación de la sociedad a través del compromiso y de las luchas sociales, sino que postulan una transformación centrada esencialmente en la actividad personal y en la conversión a los sagrados valores neoliberales como fuente de salvación.

A tal punto se han apropiado de los espacios físicos y mentales de la gente, que en la vida de todos los días este fenómeno se traduce por una intrusión abusiva de referencias bíblicas, de advertencias sobre la culpa y el perdón y de mensajes sobre la necesidad del rezo y del diezmo para alcanzar la salud y la prosperidad. Personalmente, no tengo nada contra las prácticas privadas y públicas de cualquier creencia religiosa si están equilibradamente reglamentadas, como tampoco tengo nada contra el hecho de que las personas crean en marcianos, en fantasmas o en espíritus sutiles, si lo consideran importante para sus vidas. Lo que me parece inadmisible e inmoral, es que se haya permitido a todas estas iglesias desplegar su propaganda sin restricción alguna, y que el resto de ciudadanos estemos como quien dice obligados a tragarnos semejante martilleo a lo largo de los días y de los años como si fuera una actividad sana y normal.

Y es que ya no puede uno dar un paso en nuestras ciudades y pueblos sin que se escuchen a todo volumen los cánticos y prédicas religiosas en los templos, en las calles, en los parques y en los barrios residenciales. Igual sucede en el transporte público o en los taxis, en las ondas de radio y de televisión, y hasta en las redes sociales. También en los discursos presidenciales, en las inauguraciones de las carreteras, en los artículos y en los comentarios de los periodistas, el nombre de dios se nos aparece hasta en la sopa. Todos los espacios, como en la mejor época de la revolución cultural de la China de Mao, absolutamente todos, están impregnados de propaganda y de alusiones al dios cristiano. Ni siquiera puede uno saludarse o despedirse en la conversación cotidiana sin que el interlocutor evoque algo relacionado con las bendiciones divinas, y sin que los vidrios de los carros, o los adornos de las camionetas, o los anuncios en las carreteras, o las paredes de las casas, o hasta las puertas de los baños públicos, estén exentas de alguna frase o imagen vinculada al santo poder de Jesucristo. Si esto no es una forma de totalitarismo religioso, no sé cómo se lo pueda llamar. Y si esta situación nos parece aceptable, entonces me temo que vamos en línea recta hacia la edificación de una sociedad de seres descerebrados, temerosos y serviles, convencidos de que la homogenización de las ideas y la ausencia de racionalidad son las mejores puertas de entrada al cielo.

Yo, como muchos de los aquí presentes, alguna vez fui católico. Pero no lo fui porque creciera en un hogar católico, ya que mis padres eran ateos, sino porque me metieron en un colegio de curas y nunca se opusieron a que adoptara las prácticas religiosas. “Ya cuando seas mayor —me recalcaban ellos— te harás una idea sobre lo que quieres creer y tomarás tus propias decisiones”. A la pregunta que le hice una vez a mi padre de por qué me había metido en un colegio de curas, él respondió, lacónico: “Porque allí enseñan bien”. Eran jesuitas aquellos curas y, en efecto, enseñaban bien. Gran parte de lo que aprendí y de lo que soy se los debo a ellos, incluyendo la pasión por el conocimiento, la sensibilidad, la preocupación por los problemas sociales, y el deseo de autenticidad y justicia. Así que no les guardo rencor, más bien al contrario. Me bauticé tardíamente para hacer la primera comunión y tuve libertad para participar en las actividades religiosas que allí se organizaban, excepto en una: hacer de monaguillo. Esto, mi padre me lo prohibió, advirtiéndole a los curas: “Si me entero que lo intentan, saco a mi hijo del colegio”.

De modo que nunca fui monaguillo, y quizás me salvé así de algún posible abuso, aunque a decir verdad, nunca se supo en el colegio de ningún caso de abuso sexual o de violencia por parte de aquellos excelentes curas. Otro día, tratando de provocar a mi padre, le hice la pregunta del siglo: “¿Y qué pasa si decido hacerme sacerdote?” Para mi sorpresa, me respondió: “Cuando saques el bachillerato, tú decidirás lo que quieras estudiar. Si quieres hacerte cura, si crees que eso te hará feliz, hazte cura. Pero eso sí, sé un buen cura”. Y por supuesto, me dejó perplejo. Yo me esperaba a un rapapolvo, a un gran regaño, y he aquí que mi papá, ateo convencido, me daba una lección de tolerancia y de inteligencia que me marcó para toda la vida. Esto es algo que siempre le agradeceré y de lo que me siento orgulloso.

Mi primera crisis religiosa la experimenté a los catorce años, en el tercer año de secundaria, cuando por circunstancias tan típicamente chapinas, tan grotescamente cavernícolas, perdí a mi padre. Un católico franquista le pegó dos tiros. Problemas de negocios, rencillas insalvables, una disputa absurda. Fue mi primer encuentro con la arbitrariedad, con la incertidumbre, con la orfandad. Aún recuerdo el momento cuando me avisaron que mi padre estaba herido de gravedad. En mi cuarto, a solas, delante del crucifijo que tenía en la cabecera de la cama, me arrodillé y recé. Imploré. Con lágrimas en los ojos le supliqué al dios que había aprendido a amar desde hacía algunos años, que impidiera lo peor.

Dos veces ya, anteriormente, había realizado este mismo ritual. La primera, cuando Joselito, el famoso cantante español con voz de ruiseñor, estuvo a punto de perder las cuerdas vocales. Fue una noticia del mundo de la farándula que conmovió a muchos admiradores, en cuenta a mí. Ya no recuerdo qué pasó después, me parece que el pobre de todas formas perdió la voz y dejó de cantar. Y la segunda, cuando el Papa Juan XXIII, el Papa Bueno como lo llamaban, cayó en agonía. Fueron varios los días en los que arrodillado, mirando fijamente el crucifijo de la capilla del colegio, y luego el de mi cuarto, le pedí que lo salvara. Mi fe entonces era auténtica, mi dolor era real, mis oraciones eran sinceras. Sin embargo, el Papa murió. Dios no me escuchó, ni escuchó a los millones de personas que, como yo, seguramente habían pedido lo mismo. La cadena de oración no funcionó. Y ahora tocaba el turno de pedir por mi padre. Yo era hijo único, no tenía otra familia en Guatemala más que a mis padres, y me sentía desamparado ante la posibilidad de perderlo. Recién había empezado a tener una relación con él que, más que una relación de padre a hijo, era una relación de amistad y de complicidad en el momento de la adolescencia en que tan importante se hace la labor de una imagen paterna. Sin embargo, a pesar de mis plegarias y de mis promesas, dios tampoco se inmutó. Media hora después, con la llegada a casa del carro de la funeraria para vendernos un paquete de servicios, comprendí que el mundo se estaba rompiendo en pedazos.

Fui al funeral y al entierro hecho un zombie. Mi madre sacó fuerzas no sé de dónde para mantenerse digna y tener aún la capacidad de consolarme. Recuerdo que íbamos rumbo al cementerio y yo me preguntaba desde el automóvil por qué el mundo seguía girando y no se detenía. Veía a las personas caminar allá afuera como si tal cosa, pasábamos frente a ellas, la gente conversaba y reía igual que siempre, como si no hubiera sucedido nada. Pero aquí adentro, en mi interior, algo terrible había quedado en suspenso, el tiempo ya no era el mismo y la realidad se desenvolvía en cámara lenta. En esos momentos te preguntas si lo que estás viviendo es real o si es una pesadilla, hasta las voces de las personas se oyen lejanas, y por momentos tienes ganas como de coger una ametralladora y salir disparando como loco contra todo y contra todos para recordarle al mundo que las cosas no pueden quedarse así, como si nada, porque tú estás hecho pedazos, estás sangrando por dentro, y ese dolor, esa desesperación, ¿cómo putas te la quitas de encima, cómo diablos haces para seguir viviendo, cómo sobrevivir de ahora en adelante cuando tu cabeza está siendo estrellada contra un muro cuyo único eco reza “¿por qué, por qué, por qué?”

El Padre Amézola, rector del colegio, un buen hombre que siempre recordaré, trataba de consolarme mientras los enterradores hacían su labor. Que dios aquí, que dios allá, que su santa voluntad, que su misericordia, que si el cielo, que si un día, que si los misterios, que si la resignación, que si la Virgen, que si los santos, que si los ángeles, que si la madre que lo parió. Todo eso era jerigonza. Si el dios en el que yo tanto había creído, si ese dios al que incluso le había ofrecido mi vida de rodillas para salvar a mi padre, era un dios ciego, sordo y mudo, entonces aquí no queda sino apretar los puños y escupir, tragarse la rabia, el dolor, la impotencia, restregar la esperanza contra una lápida de mármol que guarda la verdad más absurda e injusta que el ser humano pueda enfrentar. Ese día, por primera vez, tuve la ingente certeza, la clarividente evidencia, la fulgurante constatación, de la escandalosa inexistencia de dios, y fue ésta una verdad que, junto con la muerte, cayó como una bomba en los recodos de mi cerebro, de mi corazón, de mis entrañas, despertándome a una realidad que solo el tiempo permitió cicatrizar.

Todo aquel que ha pasado por estas vicisitudes sabe de qué estoy hablando. Aunque no todos hayan llegado a las mismas conclusiones, es un hecho que la muerte nos interpela y nos pone frente a una encrucijada. Allí se bifurcan los caminos: o metes tu dolor en un delirio cómodo, estructurado y analgésico, que te servirá de prótesis para caminar, o agarras ese dolor y te lo echas al hombro hasta que aprendes a liberarte de él paso a paso a través de la experiencia y del conocimiento, sin esclavitud y sin indignidad, porque sabes que ésta es la única vida real que hay y te toca recorrerla con la máxima lucidez y serenidad posibles.

Por supuesto que después, sucumbí. El fardo era todavía demasiado pesado y yo era demasiado joven. Los curas me envolvieron con su verborrea, el incienso y los vapores a naftalina de la misa me aturdieron, así que nuevamente caí de rodillas. Pedí perdón por mi descreencia, por mi sacrilegio, por haber dudado. Y volví a tener fe. Pero esta vez era una fe rajada, con fisuras. Una fe que guardaba en sus células el recuerdo de la ceguera, de la sordera, del mutismo y de la indiferencia del todopoderoso.

Y dicho y hecho. Me gradué de bachiller, y al entrar a la universidad, más pronto que tarde, al contacto con las realidades del mundo, descubrí que las cosas afuera eran más complejas de lo que nos las habían pintado. En la escuela todo era sencillo: nosotros habíamos sido tocados por la gracia de dios, éramos buenos chicos, hijos todos de respetables y acomodadas familias, y habíamos sido dotados de una brújula y de una linterna potentes, así que iríamos por el mundo en el que reinaba el caos y la confusión, consolando a los pecadores, iluminando a los extraviados y ayudando a los perdidos. Pero resultó que las cosas aquí no eran tan simples ni tan claras. Aquí, en la vida real, fui descubriendo que había personas generosas y nobles que jamás habían sido tocadas oficialmente por la gracia de dios, que existía gente de origen humilde y sin religión que tenía valores morales sólidos y ejemplares, descubrí que aquello que los curas me habían dicho que era nocivo, resultaba que no lo era, que situaciones que ellos no valoraban, me estaban sirviendo para crecer y madurar. Por ejemplo, en los asuntos del erotismo y del amor, el aprendizaje fue complicado, porque los curas jamás nos habían hablado de estas cosas, simplemente nos habían prevenido de los peligros demoniacos que el deseo de la carne podría acarrear. Simultáneamente, percibí que algunos de mis ex compañeros de colegio empezaban a sacar la enjundia propia de su casta a través de comportamientos arribistas, ambiciones desbocadas, fanfarronería, racismo, en fin, actitudes contra las cuales los curas también nos habían prevenido. Sin embargo, seguían frecuentando con piadosa devoción los servicios religiosos, y encontraban en ello el beneplácito de los curas.

Fue en esa época que cayó en mis manos el libro que cambió mi vida: Demián, del escritor alemán Herman Hesse. Allí aparecía la idea de un dios, o más bien de una divinidad, que por supuesto era incomprensible e inaccesible al entendimiento humano, pero que significaba todo y nada al mismo tiempo: la luz y la sombra, lo bueno y lo malo, el amor y el odio, es decir, la perfecta armonización de todos los contrarios. Un dios paradójico y burlón que abarcaba el universo entero y que era, en sí, el universo mismo. Este dios panteísta e ininteligible tenía por nombre Abraxas, y de inmediato me sedujo y lo adopté en mi interior como el nuevo marco de referencia que durante aproximadamente año y medio me permitió reconciliarme con el mundo y con los absurdos del mundo, y también hacer la transición desde la religión monoteísta, desde la disparatada creencia en un dios-persona, hacia un panteísmo amplio y oxigenado, al punto en que poco a poco la idea de dios dejó de tener importancia y acabó disolviéndose como se diluye un caramelo de limón en el paladar. Así que de forma imperceptible y casi sin darme cuenta, cesé de ser un creyente y me convertí en un agnóstico al que dejaron de preocuparle por completo las cuestiones relacionadas con dios y sus caprichos.

Luego me marché a Europa a hacer estudios de posgrado en psicología. Durante esa estadía que se prolongó veintiocho años, nunca volví a hablar de dios y jamás tuve una discusión con nadie al respecto, nunca hubo un problema o un conflicto a causa de ideas religiosas, a pesar de que aquellas son sociedades cristianas y que mucha de la gente con la que tuve que ver, lo era. Sin embargo, la vivencia de la religión tiene allá una dimensión espiritual que hace que cada quien la experimente con pudor en su interior, sin necesidad de hacer profesión pública de sus convicciones, salvo quizás en los raros momentos que forman parte de los rituales culturales, cuando afloran y se tornan visibles. De manera que para mí la religión se convirtió en un fósil de la era neolítica, y el interés que siguió despertándome fue el mismo que muestran los arqueólogos, los historiadores, los sociólogos y los antropólogos hacia los vestigios del pasado o hacia las folclóricas expresiones culturales de los pueblos.

Fue justamente al volver, hace trece años, cuando recibí la bofetada. Aquí, en mi país, todo el mundo se gargarizaba con la palabra “dios”, todos eran expertos en dios, todos leían las Escrituras y se las vivían estrellando al vecino sobre la cabeza. Todos rezaban, iban a las iglesias, a los templos, juraban en nombre del todopoderoso y todos —o bueno, casi todos— levantaban y levantan el dedo índice para repetir con énfasis los versículos de la Biblia ilustrando por qué esto y por qué aquello, sacándose siempre una explicación de la manga, una justificación, una lección que extraer, como si la religión y la Biblia fueran prácticamente el único combustible que alimenta la vida mental y moral de las personas, la única vitamina, la máxima proteína que puede entrar en el cerebro de la gente, a falta de otros nutrientes. Esto me dejó perplejo, porque cuando yo me había largado del país en 1974, la cuestión religiosa no alcanzaba tales extremos de obsesión y de patología social, entonces había aún cierto pudor y la religión ocupaba espacios más previsibles y limitados, todavía no se había desbordado y convertido en esta especie de circo histérico que invade hoy todos los rincones.

Fue en estas circunstancias que terminé declarándome ateo sin querer. De agnóstico que era, ante la avalancha de moralinas, citas, bendiciones, advertencias y alabanzas, decidí no quedarme callado, aunque reconozco que esta situación de explicar mi descreencia ante los demás y argumentar las razones que tengo para ser ateo, me sea tan tonta y trabajosa como explicar por qué hablo naturalmente en castellano y no en sánscrito o en arameo. Opté —decía— por manifestar públicamente mis ideas, considerando que es un deber de conciencia poner sobre la mesa estas consideraciones que merecen una reflexión seria para el futuro de la sociedad. Y es que sería del todo nocivo seguir cayendo por esta pendiente de la irracionalidad y de la esclavitud hacia las religiones, ya que las fuerzas del oscurantismo, aglutinadas en influyentes poderes económicos, políticos e ideológicos, terminarán por transformarnos, si las dejamos, en dóciles borregos, en tristes cacatúas repetidoras de fórmulas, temerosas de pensar por cuenta propia, siempre pendientes de quedar bien con las autoridades e ídolos de turno, ya se llamen dios, líderes religiosos, presidentes, o vicepresidentes, banqueros, miembros del CACIF, o generales retirados.

Para mí, el principal talón de Aquiles de las tres grandes religiones monoteístas que dominan el panorama religioso mundial, lo que las vuelve completamente inoperantes desde cualquier punto de vista que se las considere y que las hace de entrada hacerse el harakiri, es que poseen un dogma de acero inoxidable incuestionable e indiscutible que consiste en creer a pie juntillas que dios es una persona. Es decir, dios es una inteligencia superior con voluntad propia, con memoria, con emociones, con pasiones y con acciones parecidas a las de los seres humanos, solamente que en una dimensión inmaterial o sobrenatural en la que reina la armonía y la luz perfectas, en contraposición con el finito, relativo y contradictorio mundo que ese mismo dios ha creado. En otras palabras: la idea de dios es una construcción claramente antropomórfica que, una vez reducida a su expresión más simple o caricatural, pero más representativa para la mayoría de los creyentes, poco o nada difiere de la idea de Zeus o de un señor barbudo todopoderoso y energúmeno que se pasa la vida espiándonos desde algún rincón del Universo para saber lo que hacemos y para contabilizar las veces que lo hemos desobedecido o hemos roto sus normas y mandamientos. Es un señor tan necesitado de aprobación y de afecto, que si no hacemos lo que él quiere, se enoja y nos castiga. Pero si nos portamos bien, nos da chocolatines y nos premia con su generosidad y nos promete el cielo. Es un viejo chocho que espera que lo invoquemos varias veces al día y que estemos agradeciéndole constantemente por cuanta cosa sucede en el mundo, desde el movimiento de una hoja, pasando por el nacimiento de un niño y la construcción de una escuela, hasta por el gol que metió nuestro equipo de fútbol. En toda lógica, y ya que le atribuimos la autoría de todo cuanto sucede en el cosmos, también deberíamos postrarnos y agradecerle por el fallecimiento trágico de un ser querido, por la violación de un niño, por los asaltos a mano armada, por los tsunamis y terremotos, y por otros dramas personales y colectivos que, de haber él querido evitarlos, con su poder infinito, lo habría hecho. Pero en esto de la religión solemos ser incoherentes y hasta cobardes, y con frecuencia ni siquiera somos consecuentes con lo que creemos. Lógicamente también, como jerarca despótico y a la vez generoso que es del Universo, dios espera que nos hinquemos y le recemos, que le supliquemos y nos humillemos para llamar su atención y pedirle favores, los cuales nos concederá o no según sus ocupaciones y sus estados de ánimo, siempre misteriosos, cambiantes e insondables. Convengamos entonces, señoras y señores, damas y caballeros, que esta es una idea de la divinidad concebida por y para débiles mentales, pero desgraciadamente es la que alimenta el imaginario de millones de personas en el mundo, la que han adoptado como prótesis mental para soportar el sentimiento de desamparo y evitar así la complicada tarea de pensar racionalmente y darle un sentido humano a la trascendencia.

El otro día alguien comentó, a raíz de un artículo mío, que por qué me la pasaba escribiendo contra dios todo el tiempo, que eso demostraba que tenía un “trabe” con esta cuestión, que se notaba que mi alma atribulada estaba buscando desesperadamente un sentido a la vida, lo que me hizo mucha gracia. Porque en once años de estar publicando cada semana una columna en elPeriódico, habré tal vez dedicado al tema ocho artículos como máximo. Pero todos tenemos a veces una memoria muy selectiva y retenemos solamente aquello que reconforta nuestra visión y nuestros argumentos, para luego sacar conclusiones aceleradas. Le aclaré a esa persona que yo no me dedicaba a hablar de dios, que quien nos metía a dios por las narices es precisamente una sociedad infectada de superstición y de fanatismo, y que mis críticas eran apenas una pálida protesta contra tanta desvergüenza. Lo cual me demostró una vez más que es muy delicado hacer comentarios críticos sobre las prácticas religiosas, tampoco está permitido hablar de teología desde un ángulo que no sea doctrinario, ni se puede utilizar el humor o la sátira, sin que un ejército de ayatolas se sienta indignado y te acuse de irrespeto y de intolerancia. ¡Si pudieran, seguro que quemarían vivos a todos los que no piensan como ellos! El año pasado, cuando afirmé en una entrevista de Prensa Libre que no creía en dios, que no sabía qué era eso, muchas personas expresaron en sus comentarios toda clase de reprimendas e insultos, y sólo faltó que me dijeran de qué y cuándo me iba a morir. Esta es, pues, la triste realidad y la patética situación que se vive en esta sociedad de ciegos, donde ya se sabe, el tuerto está…preso o.. muerto.

Después, hace poco, alguien escribió en la prensa que el ateísmo no es sino un fundamentalismo más, simétricamente emparentado con los grupos extremistas religiosos. Sólo le faltó afirmar que por eso los ateos vivimos poniendo bombas y comiendo niños. No lo dijo, pero probablemente lo pensó, pues la mala intención o la ignorancia era patente a lo largo de sus razonamientos cargados de premisas equivocadas o jaladas por los pelos, las cuales lo condujeron a formular conclusiones ridículas. Lo que este periodista olvidó mencionar, es que en varios estudios hechos en diferentes partes del mundo occidental, se ha comprobado que más del ochenta y cinco por ciento de los asesinos y delincuentes que desfilan actualmente por las prisiones se declaran creyentes o dicen adorar a algún dios de características cristianas (supongo que lo mismo pasa también en el mundo musulmán). En cambio, menos del 5 % de los asesinos y delincuentes encuestados se declararon ateos, por lo que resulta obvio que hay muy pocos ateos asesinos, dato que debería hacer reflexionar a todos aquellos que suponen que la ausencia de dios en la vida lleva al desquiciamiento moral y a la violencia, cuando desde que el mundo es mundo, las más grandes carnicerías de la humanidad han sido, si no provocadas, al menos sostenidas y bendecidas por prácticamente todas las religiones existentes y sus delirantes jerarcas.

En fin —y termino aquí mi charla—, todos sabemos que esto de dios y de la religión son temas candentes difíciles de desmenuzar en una sola exposición. Por lo general, al enfrentarse un creyente y un no creyente, enseguida saltan chispas y argumentos que divergen, y en lugar de llegar a puntos comunes, cada quien se encabrita en sus convicciones cavando una trinchera a partir de la cual lanza proyectiles y anatemas contra el otro, convertido en enemigo. La discusión se transforma entonces en guerra.

Sin embargo, debido a mi formación y a mi trabajo como psicoterapeuta, creo firmemente que es posible establecer un diálogo entre distintos puntos de vista si entre las partes hay el deseo de escuchar y de reconocer los valores del pensamiento del otro, para lograr al menos una cohabitación pacífica e incluso fructífera. En algunos raros pero iluminados periodos de la historia esto ha sucedido. En España, por ejemplo, ateos, judíos, moros y cristianos, lograron alguna vez convivir respetándose y evitando derramamientos de sangre. Es absolutamente esencial, pues, buscar algún tipo de entendimiento, porque todos estamos en el mismo barco, llámese planeta, región o país, y si no llegamos a algún acuerdo sensato que nos permita navegar juntos, el barco zozobrará, que no les quepa a ustedes la menor duda. Y nos hundiremos todos, toditos, sin excepción.

Muchas gracias por su atención.


*Nota: el 29 de junio de 2017 la Asociación Guatemalteca de Humanistas Seculares cambió su imagen y su nombre a Humanistas Guatemala.

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