¿Por qué el feminismo saca tantas ronchas? - Humanistas Guatemala
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¿Por qué el feminismo saca tantas ronchas?

Por Karla Schlesinger

Una de mis tatarabuelas maternas tuvo dieciocho hijos y enterró a seis de ellos en la infancia. Impensable ahora, pero nada fuera de lo común para la época. Puede que este dato extraordinario sea en parte la razón de que algunas de sus historias llegaran hasta mí en el folclor familiar. En una de ellas, Ana tiene trece años y su papá le dice: “Mirá, aquel que va allá es tu marido,” señalándole a un muchacho que pasaba por la calle. Impensable también ahora, pero para nada anormal en ese entonces. Y a pesar de que tuvo un matrimonio feliz, según cuentan, ya viejita lloraba cuando lo contaba.

Durante la mayor parte de la Historia humana, la mujer ha sido relegada a su papel procreador, lo quisiera ella o no. En virtud de su menor fuerza física, ha estado sujeta a la autoridad y los designios del hombre, pasando a través de su vida de ser propiedad del papá a propiedad del marido, incluso de los hijos.

En casi todas las sociedades, por milenios, la mujer ha sido poco más que moneda de cambio, así fuera reina, campesina, esclava o botín de guerra. “No codiciarás la casa de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo,” nos ordena el libro de Éxodo, cimiento de la moral de las tres religiones monoteístas más importantes del planeta. La mujer como cosa, propiedad del prójimo, al nivel de animal doméstico. En otras religiones importantes, el rol de la mujer puede ser incluso más abismal.

Las órdenes venían de los mismos dioses, convenientemente: “Hombre, te presento a la mujer. La pongo a tu disposición.” Su valor y utilidad por siempre ligados intrínsecamente a su virginidad y su fertilidad.

Y así, por milenios, las normas de obediencia se fueron grabando en el inconsciente colectivo a través de historias y códigos de conducta para mantener el orden familiar y la cohesión social. Estas normas dictaban (dictan, perdón), que una mujer solo podía ser virtuosa, y por lo tanto, aceptada, si era obediente, sumisa y dócil. Calladita. Vamos, la primera historia de la Biblia culpa a una mujer, por su desobediencia, de todos los males de la humanidad por el resto de los tiempos.

Estas normas no han sido impuestas únicamente por la fuerza. No ha sido necesario. Al hacer la sumisión sinónimo de virtud, al grado de santidad, la misma mujer se ha sometido voluntariamente a ellas. Lo ha sacrificado todo en pos de una imagen inalcanzable de virtud. A la fecha, estas normas siguen vigentes, hasta en lugares insospechados. Díganme quién es más probable que use esta frase, un hombre o una mujer: “me da pena.” Con esta expresión tan guatemalteca, que puede parecer insignificante, la mujer frecuentemente sabotea sus propios deseos para presentar una imagen de trato suave y agradable. Nadie la obliga a hacerlo, es lo que se espera de ella, especialmente de parte de otras mujeres. Así hemos sido educadas. Una mujer asertiva y segura no siempre es bien recibida por otras mujeres. Nosotras mismas hemos sido guardianas y ejecutoras de estas normas de sometimiento.

Por esta razón es que el feminismo saca tantas ronchas. Llegó a liberar a la mujer de la venda en los ojos y las cadenas sobre su cuerpo. Esto evidentemente creó una fuerte resistencia desde el principio, porque vino a romper con el orden establecido. La sociedad siempre se va a resistir al cambio, especialmente sobre algo tan fundamental como los derechos de la mitad de la población.

Tras milenios en que la mujer no llega a ser ciudadana, el descontento llega al fin a un punto sin retorno. Se aglutina y nace un movimiento. Cien años no es nada en comparación con el resto de la Historia, pero han significado un cambio profundo en lo que significa ser mujer, en su calidad y expectativa de vida.


Las primeras feministas seguían atadas a su destino biológico de ser madres, pero decidieron que al menos debían tener derecho a votar. Exigieron ser escuchadas y tomadas en cuenta, como su propia persona, con su propia agencia, no como extensión del marido. Y lo hicieron rompiendo vidrios y pintando paredes. Pusieron la piel. Muchas murieron. Tuvieron que llegar a esto, como se hace ahora, porque sus exigencias seguían siendo ignoradas. Entonces, como ahora, les dijeron “estas no son las formas.” Les debemos tanto a ellas.

Pero la mujer no logró emanciparse hasta que logró tomar el control de su ciclo reproductivo, trayendo consigo prosperidad para toda la sociedad. Esto es evidente e innegable. Los países con fácil acceso a métodos anticonceptivos son más prósperos que aquellos que insisten en mantener a la mujer sometida a su destino de ser madre. Es más, hasta en países como los nuestros, las mujeres de estratos socioeconómicos más altos, tienen menos hijos que las mujeres pobres. Al fin y al cabo ¿cuántas mujeres conoce usted con dieciocho hijos? Aún entre los grupos religiosos más conservadores, las familias ya no suelen ser tan numerosas como antes. Esto se debe en gran parte al uso más extendido de métodos anticonceptivos. 

Estos derechos que ahora damos por hecho, no surgieron espontáneamente ni fueron concedidos por una sociedad comprensiva. Han sido ganados a pulso por las feministas, a través de una lucha sin cuartel contra la idea de que la mujer es un ser humano de segunda categoría.

En todo momento, la sociedad ha opuesto resistencia. Hombres y mujeres. Hay cierto confort en los roles tradicionales de hombre protector y mujer protegida. Estos roles no están mal, es solo que son insuficientes. La libertad sigue siendo condicional. Y ahora, como entonces, tras cada pequeña o gran victoria feminista, la reacción del público ha sido declarar que con este último cambio debería ser suficiente, que por favor ya se deje el tema. Lo mismo ocurre en la lucha contra el racismo o la homofobia. Pero es precisamente esta reacción silenciadora la que demuestra que el trabajo está muy lejos de poder ser dado por concluido.

No debería ser necesario hacer un paréntesis y mencionar que muchos hombres son pacíficos y aman a las mujeres en sus vidas, y serían incapaces de violar o de matar. Su participación en el feminismo es vital y urgente. No es suficiente que ellos mismos no sean parte activa del problema al no ser violentos. Se necesita que salgan del cascarón y se hagan notar, que comprendan no sólo que esa violencia que visita a otras mujeres puede un día tocar a las de su círculo inmediato, sino que son seres humanos que merecen vivir en el mundo sin abuso ni miedo. 

Aun así, muchos de estos hombres, aunque sean buenos esposos y padres, persisten con actitudes machistas y misóginas con las que han sido socializados desde niños. No comprenden que no basta luchar contra la violencia física y sexual. El acoso callejero, la discriminación laboral y todos los obstáculos cotidianos que la sociedad pone frente a las mujeres son impedimentos para la vida plena de la mitad de la población. Falta mucho trabajo por hacer. 

El problema más urgente que ocupa al feminismo es que hay demasiados machos violentos que se sienten con derecho a servirse de los cuerpos de las mujeres y las niñas a su antojo, y que claro, también matan a otros hombres. El machismo le hace daño a toda la sociedad.

Pero hay otro problema menos evidente y por lo mismo, difícil de resolver, que es la infinidad de machos débiles, que escudan su inseguridad al oponerse a las exigencias del feminismo, a denigrarlo o a querer llevar la voz cantante. En su afán por cultivar una imagen imparcial y razonable, progresista y conservadora a la vez, se colocan en una postura ambigua y cobarde, como si pudiera haber un justo medio entre la realidad de mujeres descuartizadas y el consenso entre cuates. 

No es verdad que el feminismo sea un movimiento violento, formado por mujeres desbalanceadas o histéricas. Esta es una calumnia dirigida a silenciar. Si las cosas se salen de control a veces es únicamente debido a que ya se agotaron todos los demás recursos para hacer que se escuchen los reclamos de justicia y seguridad. Hay que hacer caso omiso a esas voces que, se den cuenta o no, hacen apología de la violencia contra la mujer. 

Es verdad que a veces el feminismo puede parecer agresivo e intransigente. Yo misma en ocasiones protesto contra ciertas imposiciones lingüísticas y de formas, que pueden llegar a ser dogmáticas y totalitarias. Lo he dicho abiertamente, que no todas sus exigencias son buenas, no porque no sean justas, sino porque crean hostilidad y resistencia y solo predican a los conversos. Se trata de persuadir, no de imponer. La acusación de intolerancia al disenso y la falta de autoexamen lleva parte de razón.  Es importante mencionar que el feminismo no es un movimiento homogéneo. Dentro de él hay distintas corrientes de pensamiento, a veces contradictorias y, como en cualquier movimiento de lucha social, a veces son las ideas más extremas las que la sociedad percibe, y claro, rechaza.

Esto no significa que podamos descartar al feminismo. El debate debe continuar para mejorarlo, para pulir sus argumentos, para reclutar aliados. Lo que no se debe hacer es silenciarlo. La sociedad entera saldría perdiendo.

Se lo debemos a nuestras hijas. Y a sus hijas. Y al resto de la Historia humana. Para que la mujer deje de ser mercancía. Para que no viva con miedo. Para que alcance sus sueños. Para que tener 18 hijos nunca más sea visto como algo normal.

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