
16 Jun Brujos y brujas, supersticiones y otras creencias
Mis dos abuelas eran supersticiosas y muy religiosas. Una cosa no excluye la otra. De hecho, la religión es un tipo de superstición más sofisticada, con poder económico, reconocimiento legal e influencia política.
Mi abuela Dominga (1906-80), quien nació en la isla de Flores, Petén, era una mujer muy devota del Padre Eterno. Específicamente de la Santísima Trinidad del templo de San Sebastián. Todos los miércoles le pedía a mi mamá que la lleváramos para ponerle una veladora en agradecimiento por haber curado milagrosamente a uno de sus hijos que había padecido de alcoholismo. Por cierto, ese tío leía las cartas. Estaba yo muy pequeño, de unos 7 años, para entender si él lo hacía porque realmente creía en la cartomancia, específicamente el tarot, o era para entretenimiento de los demás, un mero pasatiempo. Mi abuela falleció por un cáncer gástrico. En sus últimos meses de vida, recuerdo que me enseñaba el Credo católico. Ya no pudo estar presente en mi primera comunión.
Mi abuela Graciela (1917-88) nació en una aldea de Purulhá, Baja Verapaz, llamada Panimá. Yo, como niño educado en colegio de jesuitas, tenía mis prejuicios hacia las prácticas de mi abuelita que me parecían poco ortodoxas. Mi mamá me contaba que su suegra había realizado cierto rito en nuestra casa para protegerla. Recuerdo que eso incluyó enterrar algo en el jardín, como una cruz dentro de una botella. Tengo presente que me molestó mucho cuando me enteré que mis tías la habían llevado donde un curandero para tratarla cuando ya estaba en su fase terminal del cáncer en el pecho. Para ese entonces, yo era un adolescente de 16 años y todo un líder juvenil en la parroquia. Eso de acudir a lo que en mi mente imaginaba como “el brujo de la Boca del Monte” me sonaba a tremenda herejía. Le rezamos la novena completita, por si las dudas.
Mis abuelas no habían tenido acceso a la educación. Sabían leer y escribir, pero eran personas sencillas de pueblo, que por las circunstancias políticas del país se habían venido a vivir con todos sus hijos a la Ciudad de Guatemala a mediados del siglo XX. Ellas vivían un interesante sincretismo, una mezcla entre las creencias católicas oficialmente aceptadas y las supersticiones seguramente aprendidas en sus familias de generación en generación.
En ambas familias tenemos ascendencia indígena, africana y europea. La reciente investigación sobre genealogía e historia familiar es precisamente la que me ayuda a comprender mejor cómo se forjaron sus creencias o supersticiones -término peyorativo utilizado por la religión dominante para referirse a las otras creencias populares-. Por ejemplo, la ascendencia africana la tenemos bien documentada en la Baja Verapaz, donde algunos de mis ancestros fueron esclavos negros en el ingenio de San Gerónimo, bajo la explotación de los frailes dominicos.
Siglos de comercio esclavista hacia las Américas trajeron a la fuerza, no sólo la mano de obra, sino también la cultura y las creencias africanas. La marimba es uno de esos legados que hemos hecho nuestro y que se fusionó perfectamente con la población indígena. Es algo que apreciamos. Por otro lado, algo que el cristianismo siempre menospreció y combatió fueron las religiones tradicionales africanas, generalmente animistas. A pesar del esfuerzo de la Iglesia Católica por destruir todo aquello que no entendía, o que amenazaba su intento por monopolizar las creencias, algunas de las ideas que tenemos como sociedad sobre la brujería podrían tener sus raíces en nuestra herencia africana.
En su ensayo sobre La Bruja como Víctima, Geoffrey Parrinder nos explica que la brujería en África se ha entendido como el poder de hacer mal a otros por medios espirituales, utilizando fuerzas que no cualquiera posee y que son difíciles de detectar. Muchas enfermedades y la muerte de muchas personas son imputadas a este tipo de brujería. Se le distingue de la magia, buena o mala, que requiere del aprendizaje para manipular substancias e instrumentos, mientras que la brujería se hereda, es innata, y consiste en el uso de fuerzas espirituales. Generalmente, aunque no siempre, se considera que la brujería es cosa de mujeres, mientras que la magia es de hombres.[1] Interesante notar, como amplía Parrinder, que en muchas sociedades africanas existe la figura de los buscadores de brujas, quienes curan a los que han sido embrujados y encuentran a las brujas para neutralizar su poder. Son personas públicamente respetadas como líderes de la comunidad, que se cree tienen poderes sobrenaturales para combatir la brujería sin correr peligro alguno. En el pasado, se ha documentado, el castigo por brujería en África ha sido la muerte por fuego, o la confiscación de sus bienes y la expulsión de la sociedad. En la actualidad, en varios países se prohíbe la brujería y la adivinación, así como el “ejercicio de poderes sobrenaturales”, y las acusaciones se hacen en asambleas informales o en cortes locales, pero los castigos pueden reducirse a una simple multa. No obstante, sigue existiendo la persecución de brujas porque se continúa creyendo en la brujería. El papel del curador de brujería ahora lo juegan los líderes de las iglesias cristianas, quienes ven en el bautismo por inmersión total la fórmula “mágica” para limpiar del pecado y de la brujería.
No es de extrañar que muchas de estas creencias africanas se hayan finalmente implantado durante la época colonial en Guatemala, pues recordemos que la esclavitud fue abolida formalmente en nuestro territorio un par de años después de la Independencia de España. Además, debe tomarse en cuenta que la creencia en la brujería no llegó únicamente de África, pues la Europa medieval tiene amplios antecedentes en su folklore. En su libro El Fin de la Fe, Sam Harris nos cuenta que, muy probablemente, nunca existieron las brujas como un grupo de disidentes paganas que se reunieran en secreto como hermandad satánica para matar niños y tomarse su sangre. No obstante, trágicamente, la vívida imaginación y las teorías de conspiración “confirmadas” por confesiones obtenidas por medio de la tortura, como en el caso de las acusaciones contra los judíos conversos, provocaron la muerte de unas 50 mil personas acusadas de brujería durante un período de trescientos años (1450-1750), de las cuales entre el 75 y 80% eran mujeres.[2] Para Harris el elemento sine qua non para semejante barbaridad fue la creencia en la existencia de las brujas y en el acto de la brujería. Esas creencias no se limitaban al imaginario de la bruja teniendo sexo con el diablo, o volando sobre una escoba, sino esencialmente en la creencia del maleficio, es decir, en la capacidad de hacerle el mal a otra persona por medios ocultos.
La mentalidad europea medieval realmente creía en la capacidad de los hechizos para dañar la salud o la fortuna de un vecino. Martín Lutero (1483-1546), por ejemplo, era un firme creyente en la brujería y miraba su misión cristiana en la vida como una batalla contra Satanás.[3] Para Harris, esta es una creencia muy primitiva heredada de la mentalidad mágica de los ancestros, la cual fue superada hasta que la ciencia produjo en el siglo XIX la teoría de los gérmenes (virus, bacterias) para explicar el surgimiento de muchas enfermedades. Por ello, incluso durante el Renacimiento, se creía que ciertas enfermedades eran el resultado de demonios o magia negra.
La brujería, no sólo se conceptualizó y vivió como creencia en África y Europa, sino también en la América colonial española, donde se implantó mezclándose con creencias propias de los pueblos indígenas. En su libro sobre La Inquisición Moderna, Irene Silverblatt nos cuenta que en la cuaresma de 1629 se promulgó un edicto de fe en todas las iglesias del Imperio español, que en el caso particular del Perú advertía sobre “mujeres supersticiosas que adoran al diablo, van al campo y beben ciertas pociones de hierbas y raíces, llamadas achuma y chamico, y coca, con las cuales engañan los sentidos, provocan ilusiones y fantásticas representaciones que consideran como revelaciones o signos de lo que pasará en el futuro…” Dice Silverblatt que lo que provocaba más ansiedad entre los inquisidores de la época no eran las mujeres indígenas, sino las no indígenas que masticaban hoja de coca y buscaban conocimientos ocultos en la “hechicería Inca”.[4] El edicto de fe era muy específico sobre las prácticas que se querían erradicar: adivinación del futuro, encantamientos, hechizos, brujería, invocación de demonios para hacer pacto con ellos, la mezcla de lo sagrado con lo profano, como el agua bendita con rocas magnéticas para pedir buena fortuna o atraer a la persona deseada. Claramente, las ideas sobre la brujería, tal y como se concebían en la Europa medieval, estaban siendo implantadas como marco de referencia para intentar comprender las creencias tradicionales de los indígenas americanos. Esto mientras ocurría un importante proceso de mestizaje biológico y cultural entre europeos, africanos y los pueblos originarios del continente.
En otro momento habrá que investigar sobre las culturas precolombinas y su conceptualización y creencias propias sobre la brujería. Por ahora, lo que me interesaba explorar es la idea sobre la brujería que actualmente predomina en Guatemala y que podría tener sus raíces en creencias que nos llegaron tanto del África como de Europa. También será necesario investigar sobre la concepción judeo-cristiana del bien y mal, pues mucho del discurso religioso que hoy se maneja en el país desde los púlpitos se suele enmarcar como lo dice, supuestamente, Pablo en la Carta a los Efesios (6, 11-12):
“Revestíos con toda la armadura de Dios para que podáis estar firmes contra las insidias del diablo. Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales.”[5]
Esta es una narrativa peligrosa porque, como nos lo explica Elaine Pagels en su libro El Origen de Satanás, por la mayor parte de la historia del cristianismo, los cristianos han pensado y actuado en función de la creencia que sus enemigos son malos y sin posibilidad de redención, es decir, han demonizado a sus oponentes.[6] La creencia en el Príncipe de las Tinieblas, en el mal encarnado, hizo que a los judíos, a los paganos e infieles, y a los herejes, se les llegara a considerar como criaturas del demonio y, por lo tanto, como enemigos de Dios. Estas ideas y creencias, es decir, supersticiones, han demostrado ser tan poderosas que en innumerables y tristes episodios de la historia de la cristiandad han llegado a opacar con violencia el mensaje de amor y compasión de Jesús.
[1] Newall, V. (1996). The Witch in History, pp. 131-134
[2] Harris, S. (2005). The End of Faith. Religion, Terror, and the Furute of Reason, pp. 87-89. Harris cita a R. Briggs, Witches and Neighbors: The Social and Cultural Context of European Witchcraft (Viking, 1996).
[3] Armstrong, K. (1993). A History of God. The 4,000-Year Quest of Judaism, Christianity and Islam, p. 275.
[4] Silverblatt, I. (2004). Modern Inquisitions. Peru and the Colonial Origins of the Civilized World, pp. 164-165.
[5] Digo que la Carta a los Efesios fue escrita “supuestamente” por Pablo porque los expertos coinciden en que el auténtico e histórico Pablo sólo escribió siete de las cartas incluidas en el Nuevo Testamento: Romanos, Corintios I y 2, Gálatas, Filipenses, Tesalonicenses I, y a Filemón. Las demás fueron atribuidas a Pablo, pero se puede demostrar que las enseñanzas que difunden son pseudo, post o anti paulinas. Sobre esto, recomiendo leer el fascinante libro de John Dominic Crossan y Jonathan Reed (2004). In Search of Paul. How Jesus´s Apostle Opposed Rome´s Empire with God´s Kingdom.
[6] Pagels, E. (1995). The Origin of Satan, p. 184.

Carlos Mendoza
Nacido en Centroamérica. Humanista secular. ¡Semilla de cambio! Investigador social.